En 1989, un terremoto de magnitud 8.2 sacudió a Armenia, matando a más de treinta mil personas en menos de cuatro minutos.
En medio de la devastación y el caos total, un padre dejó a su mujer a salvo en la casa, corrió a
l colegio donde se suponía debía estar su hijo y al llegar, descubrió que el edificio había quedado chato como un panqueque.
Después del trauma del shock inicial, se acordó de la promesa que le
había hecho a su hijo: “Pase lo que pase, ¡siempre estaré para
ayudarte!”. Y se echó a llorar. Al mirar la pila de escombros que en
algún momento habían sido la escuela, parecía no haber esperanza, pero
no obstante siguió recordando el compromiso con su hijo.
Empezó a
concentrarse en el camino que hacía cada mañana cuando llevaba a su hijo
al colegio. Al recordar que el aula de su hijo debía de estar en el
ángulo derecho posterior del edificio, corrió hasta allí y empezó a
cavar entre los cascotes.
Mientras cavaba, llegaron otros padres
desolados, que se golpeaban el corazón exclamando: “¡Mi hijo!” “¡Mi
hija!”. Otros padres bien intencionados trataron de apartarlo de lo que
había quedado de la escuela. Decían:
-¡Es demasiado tarde!
-¡Están muertos!
-¡No puede ayudar!
-¡Váyase a su casa!
-Vamos, enfrente la realidad, ¡no hay nada que pueda hacer!
-¡No hace más que empeorar las cosas!
A cada uno, él respondía con la misma frase: -¿Va a ayudarme ahora? –Y
luego seguía removiendo piedra por piedra para encontrar a su hijo.
El jefe de bomberos se presentó y trató de alejarlo de los escombros
de la escuela: -Están propagándose incendios, hay explosiones por todas
partes. Corre peligro. Nosotros nos encargaremos –le dijo-. ¿Va a
ayudarme ahora? –respondió este padre armenio amoroso y abnegado.
Llegó la policía y alguien le dijo: -Está enojado, angustiado y ya pasó.
Pone en peligro a los demás. Váyase a su casa. ¡Nosotros lo
manejaremos!
Al oír esto, replicó:
-¿Va a ayudarme ahora? –Nadie lo ayudó.
Valientemente, siguió solo porque necesitaba saber por sí mismo si su hijo estaba vivo o muerto.
Cavó durante ocho horas... doce horas... veinticuatro horas... treinta
y seis horas... entonces, cuando habían pasado treinta y ocho horas,
movió una piedra grande y oyó la voz de su hijo. Gritó su nombre:
-¡ARMAND! -¡¿Papá?! ¡Soy yo, papá! Les dije a los otros chicos que no se
preocuparan. Les dije que si estabas vivo, me salvarías y al salvarme a
mí, estarían a salvo. Lo prometiste: “¡Pase lo que pase, siempre estaré
para ayudarte!”. Lo hiciste, papá.
-¿Cómo están las cosas ahí? ¿Qué pasa? –preguntó el padre.
-Quedamos catorce de los treinta y tres, papá. Estamos asustados,
tenemos hambre, sed y nos alegra que estés aquí. Cuando el edificio se
derrumbó, se formó una cuña, como un triángulo y nos salvó.
-¡Ven, sal de ahí, hijo!
-No, papá. Primero que salgan los otros chicos, porque sé que me salvarás. Pase lo que pase, sé que estarás para ayudarme.
Mark V. Hansen
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